Lamentable pero cierto. Hemos hecho de la mentira una profesión. Es frecuente que al conversar con alguien, especialmente si es político, estemos pensando que aquel interlocutor nos miente.
Lo anterior me conduce a establecer la presunción de que en Santa Marta todo lo que se dice es mentira hasta cuando no se demuestre lo contrario. Somos una abominable sociedad de mentirosos. Y para colmo, permanecemos con los brazos abiertos, dispuestos al arribo impúdico de romerías de embusteros y falsarios de todos los niveles, venidos de todos los puntos cardinales, que encuentran en la ciudad, el terreno abonado para sus fechorías y trapisondas.
Podríamos intentar una ligera clasificación de las mentiras en nuestro medio, no obstante su mutabilidad y velocidad para el cambio: Simples, Injuriosas y Calumniosas.
La ‘simple’, a pesar de los problemas que origina, no contiene elementos gravemente perturbadores. Podríamos asimilarla al concepto de ‘embuste’ y ‘engaño’, caracterizados por el incumplimiento de lo prometido y por hacer lo contrario de lo convenido.
Las ‘injuriosas’ y ‘calumniosas’, a las que tan aficionados son los samarios, son mentiras moralmente devastadoras, que originan daños inimaginables. Por los cuatro rincones de la ciudad, abundan conversaciones en las que ‘no queda títere con cabeza’: “Odín Vitola se voló anoche de Flamingos”; “Fulano es testaferro de Zutano”, “el doctor Mengano tiene orden de aseguramiento”, pero nadie proporciona prueba alguna o indicio de su aserto.
Es imperativo concluir que en Santa Marta las personas honradas somos aquellas que aún no hemos tenido la oportunidad de robar. Si nadie confía en nadie, tal situación afecta negativamente nuestra convivencia y obstaculiza de manera grave la comunicación que debe existir entre nosotros, en aras de que la ciudad salga adelante.
Los asesores de Hitler pusieron de moda el principio de que ‘una mentira repetida mil veces se convierte en irrefutable verdad’. En la hidalga ciudad de Bastidas basta decirla una vez, para que se riegue como pólvora, por cuenta de los chismosos contertulios del Parque de Bolívar, o por malintencionados periodistas, siempre muy lejos de la actividad investigativa.
No hay mentiritas ni mentirotas. En realidad, la mentira no tiene tamaño, no es medible, a pesar de que puede generar secuelas graves o leves. Las mujeres mienten descaradamente a los maridos, porque aprendieron de ellos. Los profesores mienten, y claro, mienten los alumnos. Mienten los dirigentes sindicales, y mienten escandalosamente los líderes comunitarios.
Los políticos y los responsables de la administración pública mienten vergonzosamente a sus dirigidos. Mienten los curas, los pastores y predicadores de todas las layas, ávidos de diezmos y prebendas, que cada día falsean y engañan a sus feligreses. Mienten las balanzas arregladas de los expendedores del mercado y los medidores de las estaciones de gasolina. Mienten los funcionarios encargados de la fe pública. Mienten los médicos deshumanizados, deshonestos y ladinos.
Mienten las mujeres que simulan epilépticos orgasmos. Mienten los poetas de hoy que comparan a la luna con un inmenso huevo frito. En Santa Marta… todo el mundo miente…Y si el cura se emborracha… ¿qué podemos esperar de los monaguillos? ¿Hasta cuándo la mentira será la reina de la ciudad?
Es necesario mantenernos alertas para distinguir las verdades y las mentiras de cada quien. Es una responsabilidad a la que no debemos renunciar. Al fin y al cabo, nunca podrán engañar a tánta gente durante tanto tiempo. Por ahora, hay mentirosos por todas partes, como ratas y cucarachas.
Lo anterior me conduce a establecer la presunción de que en Santa Marta todo lo que se dice es mentira hasta cuando no se demuestre lo contrario. Somos una abominable sociedad de mentirosos. Y para colmo, permanecemos con los brazos abiertos, dispuestos al arribo impúdico de romerías de embusteros y falsarios de todos los niveles, venidos de todos los puntos cardinales, que encuentran en la ciudad, el terreno abonado para sus fechorías y trapisondas.
Podríamos intentar una ligera clasificación de las mentiras en nuestro medio, no obstante su mutabilidad y velocidad para el cambio: Simples, Injuriosas y Calumniosas.
La ‘simple’, a pesar de los problemas que origina, no contiene elementos gravemente perturbadores. Podríamos asimilarla al concepto de ‘embuste’ y ‘engaño’, caracterizados por el incumplimiento de lo prometido y por hacer lo contrario de lo convenido.
Las ‘injuriosas’ y ‘calumniosas’, a las que tan aficionados son los samarios, son mentiras moralmente devastadoras, que originan daños inimaginables. Por los cuatro rincones de la ciudad, abundan conversaciones en las que ‘no queda títere con cabeza’: “Odín Vitola se voló anoche de Flamingos”; “Fulano es testaferro de Zutano”, “el doctor Mengano tiene orden de aseguramiento”, pero nadie proporciona prueba alguna o indicio de su aserto.
Es imperativo concluir que en Santa Marta las personas honradas somos aquellas que aún no hemos tenido la oportunidad de robar. Si nadie confía en nadie, tal situación afecta negativamente nuestra convivencia y obstaculiza de manera grave la comunicación que debe existir entre nosotros, en aras de que la ciudad salga adelante.
Los asesores de Hitler pusieron de moda el principio de que ‘una mentira repetida mil veces se convierte en irrefutable verdad’. En la hidalga ciudad de Bastidas basta decirla una vez, para que se riegue como pólvora, por cuenta de los chismosos contertulios del Parque de Bolívar, o por malintencionados periodistas, siempre muy lejos de la actividad investigativa.
No hay mentiritas ni mentirotas. En realidad, la mentira no tiene tamaño, no es medible, a pesar de que puede generar secuelas graves o leves. Las mujeres mienten descaradamente a los maridos, porque aprendieron de ellos. Los profesores mienten, y claro, mienten los alumnos. Mienten los dirigentes sindicales, y mienten escandalosamente los líderes comunitarios.
Los políticos y los responsables de la administración pública mienten vergonzosamente a sus dirigidos. Mienten los curas, los pastores y predicadores de todas las layas, ávidos de diezmos y prebendas, que cada día falsean y engañan a sus feligreses. Mienten las balanzas arregladas de los expendedores del mercado y los medidores de las estaciones de gasolina. Mienten los funcionarios encargados de la fe pública. Mienten los médicos deshumanizados, deshonestos y ladinos.
Mienten las mujeres que simulan epilépticos orgasmos. Mienten los poetas de hoy que comparan a la luna con un inmenso huevo frito. En Santa Marta… todo el mundo miente…Y si el cura se emborracha… ¿qué podemos esperar de los monaguillos? ¿Hasta cuándo la mentira será la reina de la ciudad?
Es necesario mantenernos alertas para distinguir las verdades y las mentiras de cada quien. Es una responsabilidad a la que no debemos renunciar. Al fin y al cabo, nunca podrán engañar a tánta gente durante tanto tiempo. Por ahora, hay mentirosos por todas partes, como ratas y cucarachas.
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