lunes, 7 de enero de 2008

Al final… todo el mundo se vale de Dios

Semillero de periodistas "Álvaro Cepeda Samudio"
En el crucero de la Santa Rita con la Campo Serrano, en esta bahía refulgente y hermosa que es Santa Marta, cada mañana se instala, como tantos otros, un vendedor de periódicos. Es un cachaco del común: flaco, desgarbado, los dedos y los dientes manchados de nicotina. Pero siempre me ha llamado la atención una especial característica de su puesto de venta: Pone los diarios sobre una mesita, cubiertos con par de grandes cartones. Aunque parezca mentira, no quiere que los transeúntes miren, ni siquiera de reojo, los titulares de los periódicos supuestamente exhibidos.

Una de estas mañanas, con tiempo suficiente, de buen genio, y con el deseo de transmitirle una sana observación, me detuve en su pequeña venta de diarios y revistas, obedeciendo a mi apasionado interés por esta profesión ajena, e intenté explicarle las razones por las que no debía tapar las primeras páginas de los periódicos.

Le dije, por ejemplo, que la portada es el más serio argumento de venta para los clientes ocasionales. Y sobre todo, le insistí en que de esa manera, se ‘tiraba’ el trabajo de quienes ejercitan el arte de titular, sin duda, un de los más venerables en el periodismo, practicado por directores de medios, editores, jefes de redacción y periodistas, que si bien es cierto, con frecuencia acuden a titulares obvios, en ocasiones se muestran geniales y nos dan claras muestras de chispa y malicia.

El hombre me miraba con absoluta indiferencia. Y yo seguía mi perorata: “La primera página de un periódico es para ser exhibida. Está pensada para eso. Debería saber que muchas veces, son los titulares los que atrapan a los compradores. Los cautivan…Por fin habló. Me dijo que a él le importaba un carajo lo que yo decía; que no le gustaba la familia ‘Miranda’. Que si algo le ‘saca la piedra’, es que se detengan en su puesto a gorrear periódico. “No los leen… leen los titulares”… le argumenté con sinceridad. Y me respondió, certero y tajante: “Los titulares son los periódicos. Si los quieren leer, que los compren.”

¡Coño! ¡Qué cachaco tan terco! Me armé de paciencia: “Usted se equivoca”… Y hecho el guevón resolví hacer otro intento con simulada calma: “Un titular muchas veces roza con lo sublime” y creyéndome un inspirado titulador por un minuto, le propuse: “Imagínese que hoy capturan al Mono Jojoy y lo extraditan de inmediato”… “Ajá… ¿y qué?”, me contestó desafiante el cachaco de esta historia. Respondí: “Que en lugar de titular con obviedad, Capturan y extraditan al Mono Jojoy, uno de los diarios titula: ¡Dios existe!... ¿No le parece formidable?... y usted con esos cartones oculta la genialidad de alguien que se ha esforzado por ser original, por cumplir eficazmente con su labor… ¿Se da cuenta?... Lo miré con aires de victoria…

Pero yo no sabía con quien estaba enredado. El porfiado expendedor de periódicos me miró ‘maluco’, sin duda, presa del fastidio que le producía la inusual objeción. “Yo sé que Dios existe”, dijo… “No necesito que pongan preso al Mono Jojoy para saberlo”

Y a renglón seguido, asumiendo una sorprendente postura filosófica, me lanzó la siguiente ráfaga: “Esa es mi creencia… sin embargo, el tema no ha sido explicado con claridad… si existe o nó existe… millones de personas desean que se resuelvan las dudas sobre el tema… ¿Se fija?... Titulares como el que usted dice, y como muchos otros, tengo que ocultarlos… ¿Qué me propone?... ¿Qué la gente se entere, gratis, que Dios existe?... ¿No cree que tan importante información vale por lo menos mil barras?

A estas alturas del forzado diálogo, comprendí que me había metido en ‘camisa de once varas’… El cachaco se dio cuenta de que me tenía contra las cuerdas. Intuyó mi decisión de ‘tirar la toalla’, y arremetió: “Si usted pasa, mira y lee, Dios existe, no compra el periódico. La gente lo adquiere para disfrutar con las calamidades ajenas. La gente busca guerra, torturas, hecatombes, violaciones, atentados terroristas… Si Dios existe, eso no pasa… y si no pasa, yo no vendo periódicos”… ¡Coño!... El cachaco me tenía embolatado…

Ahora fue él quien me miró con destellos de victoria. Con estudiada indiferencia comenzó a prender un cigarrillo. Comprendí que debía poner ‘pies en polvorosa’. Miré hacia atrás: El hombre reía festejando su triunfo mientras dejaba escapar bocanadas de humo, que simulaban graciosas figuras marinas. Era un experto. Fue inevitable que recordara a Popeye… ¡Qué vaina!... El cachaco me jodió… Todavía me mortifica el recuerdo de su carcajada estrepitosa y arrítmica, petrificada en una hilera de dientes amarillos y dispares…

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