Apenas descubrí su grácil silueta traspasando el umbral de la pesada puerta de madera, supe que se avecinaban problemas ¡Nadie la conoce como yo! Al fin y al cabo, ha llorado más en mis brazos que en el regazo de su madre. Presentí la tormenta. Se dispararon mis alarmas… ¡Coño!... ¿Y ahora qué hice?... Tantas vainas como inventa la gente…
La sentí más lejana y lacónica que de costumbre, y sus ojitos, dulcemente tristes por naturaleza, titilaban iracundos y ansiosos… ¡Buenas!... ¡Buenas!... contesté. Guiomar Cecilia, mi hija consentida, es circunspecta y taxativa como su madre, pero en versión mejorada…. (Es decir… ¡peor!)
¡Qué vaina!... como en el cuento de García Márquez, algo iba a suceder. Resultaba inminente. Quise escabullirme. Sus cortantes palabras me detuvieron: “Papi… si va a salir, permítame hablar antes con usted”… ¡Nojoda!... se los advertí… Bien: Lo que fuere sonará…
“Mire papá… usted sabe que mi mamá y yo jamás leemos sus escritos, para no coger rabia… ¡Pero la gente me tiene hasta la coronilla!... En todas partes es lo mismo… ¿Tú eres hija de Óscar? Pregúntale por qué es tan grosero… por qué cita malas palabras… ¿Es que no tiene diccionario? Si es así, estamos dispuestos a regalarle uno… ¿Comprende papá? ¡Ya no soporto más!
Ante semejante tunda, sólo atine a preguntar: ¿Y tú que dices? Respondió: Hagan lo mismo que yo: no lo lean… nunca lo lean. Sin duda, una sabia y práctica respuesta. Sin embargo, como ella es la razón central de mi vida, pretendí explicarle mi teoría sobre la importancia del empleo de algunas malas palabras en los procesos comunicativos.
Me escuchó con relativa indiferencia. Comprendí que había perdido el tiempo, cuando me espetó: "Usted podrá embolatar a otro…. Pero a mí, nó… Esas son vulgaridades, papá, póngale el nombre que le ponga”… Y al mejor estilo de Muñe, sacudió su pelo con innecesaria altanería, dio media vuelta, y adiós luz , que te guarde el cielo…
¡Cómo pasa el tiempo! Mi muchachita de ayer, caprichosa y llorona; consentida y temeraria, hoy me agarra, me zampa un regaño… y se larga furibunda. ¿Pero sabes qué, monita altanera y displicente? Si no me escuchaste en privado, te responderé en público, aún en el riesgo de que tu vergüenza sea mayor.
No tienes porqué apenarte de lo que escribo, menos cuando confiesas que no acostumbras a leerme para no incomodarte, tesis y pensamiento calcados de tu madre. Olvidas que soy un hombre de provincia, acostumbrado a llamar las cosas por sus nombres, sin el empleo de ridículos eufemismos ni rebuscados subterfugios. .
Diles a tus emperifollados amigos y relacionados, que sí tengo diccionario, pero que a la hora de escribir, prefiero consultar a mi corazón, experto en la manifestación plena de sentimientos. Te explicaré porqué: Los diccionarios son libros tristes, repletos de palabras carentes de emoción, de vitalidad, de anhelos y de instinto genial. Díselo a esos mariquitas perfumados, que te acorralan con preguntas necias y huevonas.
Quizá por ello, el admirado maestro mejicano José Vasconcelos, se lamentó de la escasez de vocablos sublimes en nuestro idioma. En efecto, Guiomar Cecilia, tan inmensos compendios de palabras inoficiosas, más que ayudar, en ocasiones obstruyen la labor de quienes escriben. Son palabras sin tiempo y sin espacio. Estoy convencido de que quienes las crearon, eran piratas del amor y del dolor.
¡Qué paradoja! Los eruditos han creado la ignorancia. Los diccionaristas han diseñado el lenguaje antipoético. Yo encuentro mis razones en las más elementales circunstancias… Porque eso es vida… No podríamos explicarnos una lágrima, si antes no pensáramos que se perece a un río… si las palmeras no cayeran y murieran sobre la arena, resultaría imposible imaginar el dolor… No conoceríamos la tristeza, si la trinitaria no la padeciera con frecuencia.
Por eso, amor mío, prefiero las palabras vitales, esas que a todo impregnan un carácter humano. ¿Y sabes qué Guiomar Cecilia? Voy a nombrar para tí mis palabras predilectas, sinceras y encantadoras: tristeza, amor, camino, semilla y lejanía.
La primera es inmensa. Abraza al mundo, como a quien la carga. La segunda es tan profunda como aquella, pero recibe con frecuencia nuestra ingratitud. La tercera, solitaria y estática, se parece a nosotros cuando nos arrepentimos. (“Los caminos siempre están pensando en detenerse”). La cuarta tiene el secreto de la felicidad y de la lluvia. Y la quinta, mi niña consentida, - la que más me gusta, pero de la que debes apartarte- nos asedia y nos invita. Pensando en ella, unos escriben cartas… algunos inician un largo silencio… y otros comienzan un infinito suplicio de impensables ordalías.
¡Ah! Diles a los malparidos puristas, y presumiblemente maricas, que se meten contigo por mi culpa, -diles de mi parte- ¡que se vayan todos a la mierda!... ¡Coño!... ¡Cómo jode la gente!...
La sentí más lejana y lacónica que de costumbre, y sus ojitos, dulcemente tristes por naturaleza, titilaban iracundos y ansiosos… ¡Buenas!... ¡Buenas!... contesté. Guiomar Cecilia, mi hija consentida, es circunspecta y taxativa como su madre, pero en versión mejorada…. (Es decir… ¡peor!)
¡Qué vaina!... como en el cuento de García Márquez, algo iba a suceder. Resultaba inminente. Quise escabullirme. Sus cortantes palabras me detuvieron: “Papi… si va a salir, permítame hablar antes con usted”… ¡Nojoda!... se los advertí… Bien: Lo que fuere sonará…
“Mire papá… usted sabe que mi mamá y yo jamás leemos sus escritos, para no coger rabia… ¡Pero la gente me tiene hasta la coronilla!... En todas partes es lo mismo… ¿Tú eres hija de Óscar? Pregúntale por qué es tan grosero… por qué cita malas palabras… ¿Es que no tiene diccionario? Si es así, estamos dispuestos a regalarle uno… ¿Comprende papá? ¡Ya no soporto más!
Ante semejante tunda, sólo atine a preguntar: ¿Y tú que dices? Respondió: Hagan lo mismo que yo: no lo lean… nunca lo lean. Sin duda, una sabia y práctica respuesta. Sin embargo, como ella es la razón central de mi vida, pretendí explicarle mi teoría sobre la importancia del empleo de algunas malas palabras en los procesos comunicativos.
Me escuchó con relativa indiferencia. Comprendí que había perdido el tiempo, cuando me espetó: "Usted podrá embolatar a otro…. Pero a mí, nó… Esas son vulgaridades, papá, póngale el nombre que le ponga”… Y al mejor estilo de Muñe, sacudió su pelo con innecesaria altanería, dio media vuelta, y adiós luz , que te guarde el cielo…
¡Cómo pasa el tiempo! Mi muchachita de ayer, caprichosa y llorona; consentida y temeraria, hoy me agarra, me zampa un regaño… y se larga furibunda. ¿Pero sabes qué, monita altanera y displicente? Si no me escuchaste en privado, te responderé en público, aún en el riesgo de que tu vergüenza sea mayor.
No tienes porqué apenarte de lo que escribo, menos cuando confiesas que no acostumbras a leerme para no incomodarte, tesis y pensamiento calcados de tu madre. Olvidas que soy un hombre de provincia, acostumbrado a llamar las cosas por sus nombres, sin el empleo de ridículos eufemismos ni rebuscados subterfugios. .
Diles a tus emperifollados amigos y relacionados, que sí tengo diccionario, pero que a la hora de escribir, prefiero consultar a mi corazón, experto en la manifestación plena de sentimientos. Te explicaré porqué: Los diccionarios son libros tristes, repletos de palabras carentes de emoción, de vitalidad, de anhelos y de instinto genial. Díselo a esos mariquitas perfumados, que te acorralan con preguntas necias y huevonas.
Quizá por ello, el admirado maestro mejicano José Vasconcelos, se lamentó de la escasez de vocablos sublimes en nuestro idioma. En efecto, Guiomar Cecilia, tan inmensos compendios de palabras inoficiosas, más que ayudar, en ocasiones obstruyen la labor de quienes escriben. Son palabras sin tiempo y sin espacio. Estoy convencido de que quienes las crearon, eran piratas del amor y del dolor.
¡Qué paradoja! Los eruditos han creado la ignorancia. Los diccionaristas han diseñado el lenguaje antipoético. Yo encuentro mis razones en las más elementales circunstancias… Porque eso es vida… No podríamos explicarnos una lágrima, si antes no pensáramos que se perece a un río… si las palmeras no cayeran y murieran sobre la arena, resultaría imposible imaginar el dolor… No conoceríamos la tristeza, si la trinitaria no la padeciera con frecuencia.
Por eso, amor mío, prefiero las palabras vitales, esas que a todo impregnan un carácter humano. ¿Y sabes qué Guiomar Cecilia? Voy a nombrar para tí mis palabras predilectas, sinceras y encantadoras: tristeza, amor, camino, semilla y lejanía.
La primera es inmensa. Abraza al mundo, como a quien la carga. La segunda es tan profunda como aquella, pero recibe con frecuencia nuestra ingratitud. La tercera, solitaria y estática, se parece a nosotros cuando nos arrepentimos. (“Los caminos siempre están pensando en detenerse”). La cuarta tiene el secreto de la felicidad y de la lluvia. Y la quinta, mi niña consentida, - la que más me gusta, pero de la que debes apartarte- nos asedia y nos invita. Pensando en ella, unos escriben cartas… algunos inician un largo silencio… y otros comienzan un infinito suplicio de impensables ordalías.
¡Ah! Diles a los malparidos puristas, y presumiblemente maricas, que se meten contigo por mi culpa, -diles de mi parte- ¡que se vayan todos a la mierda!... ¡Coño!... ¡Cómo jode la gente!...
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