In memorian Rodrigo Olivella Correa
No recuerdo porqué, aquella tarde caliginosa y húmeda, Rodrigo y yo terminamos hablando de la muerte y de cómo nos gustaría recibirla. Retozábamos bajo un laurel frondoso, que escuchaba silente las ideas ligeras y los conceptos escapados en tropel, en un sencillo y espontáneo intento por desmitificar a la fatídica parca y quebrantar sus múltiples connotaciones, en una sociedad como la nuestra, donde a la muerte, por razones culturales y religiosas, se le teme…se le huye… se le tiene pánico…
Pero bien recuerdo que Rodrigo expresó su gusto por abril para morirse, y yo, conociéndole, pensé que era un asunto de poesía, sutileza y talante. Por mi parte, le repetí mis deseos de morir un diciembre en mi pueblo, en medio del fragor de una parranda, acompañado por amigos bohemios y trashumantes y por un ramillete de rameras de buena estirpe, sin que ello signifique el final de la bacánica orgía.
Por aquellas calendas, Rodrigo, con singular empeño, se dedicaba a la elaboración de una revista conmemorativa de su equipo del alma, Unión Magdalena, y además, sucumbía con frecuencia ante el sugestivo recuerdo de una monumental hembra venezolana, que le llamaba con especial ternura desde el azabache territorio del Teniente Coronel, Hugo Chávez Frías, por cierto, una caricatura incomprensible entre Bolívar y Castro.
Y pasaron los días… La Divina Providencia no quiso complacerme matándome aquel diciembre, pero me dejo prisionero por siempre en una silla de ruedas, mientras que el inspirado y fragante abril se llevó al bueno de Rodrigo… ¡sólo porque le dio la puta gana!
Ante la ocurrencia de este tipo de circunstancias, siempre me pregunto: ¿Por dónde andaba Dios y su inútil escolta celestial? Y en mi caso particular… ¿acaso merezco estar en el centro de tan mayúscula ordalía? ¿Qué hice?... ¿O qué dejé de hacer?
Al parecer, ser hombre significa sufrir desde el llanto del recién nacido, hasta el último gemido del agonizante. ¿Para qué sirve esa corriente caudalosa y sangrante del dolor humano?... ¡Dios!... ¿Dónde estás?... Prometo señor, desde mi dolida y lacerante rebeldía, que éste será mi último ruego: Concédeme por favor, la humilde y mística simplicidad de la fe…
Pero bien recuerdo que Rodrigo expresó su gusto por abril para morirse, y yo, conociéndole, pensé que era un asunto de poesía, sutileza y talante. Por mi parte, le repetí mis deseos de morir un diciembre en mi pueblo, en medio del fragor de una parranda, acompañado por amigos bohemios y trashumantes y por un ramillete de rameras de buena estirpe, sin que ello signifique el final de la bacánica orgía.
Por aquellas calendas, Rodrigo, con singular empeño, se dedicaba a la elaboración de una revista conmemorativa de su equipo del alma, Unión Magdalena, y además, sucumbía con frecuencia ante el sugestivo recuerdo de una monumental hembra venezolana, que le llamaba con especial ternura desde el azabache territorio del Teniente Coronel, Hugo Chávez Frías, por cierto, una caricatura incomprensible entre Bolívar y Castro.
Y pasaron los días… La Divina Providencia no quiso complacerme matándome aquel diciembre, pero me dejo prisionero por siempre en una silla de ruedas, mientras que el inspirado y fragante abril se llevó al bueno de Rodrigo… ¡sólo porque le dio la puta gana!
Ante la ocurrencia de este tipo de circunstancias, siempre me pregunto: ¿Por dónde andaba Dios y su inútil escolta celestial? Y en mi caso particular… ¿acaso merezco estar en el centro de tan mayúscula ordalía? ¿Qué hice?... ¿O qué dejé de hacer?
Al parecer, ser hombre significa sufrir desde el llanto del recién nacido, hasta el último gemido del agonizante. ¿Para qué sirve esa corriente caudalosa y sangrante del dolor humano?... ¡Dios!... ¿Dónde estás?... Prometo señor, desde mi dolida y lacerante rebeldía, que éste será mi último ruego: Concédeme por favor, la humilde y mística simplicidad de la fe…
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