A Yolima Montero, poeta solitaria
He conocido y tratado a algunos poetas. Además, he lidiado con enjambres pintorescos de poetastros y amanuenses del verso libre. Y debo concluir que nada he sacado en limpio de dichas relaciones. Un saldo muy discutible es el que puedo presentar de aquellos tiempos: Un intento de suicidio mientras elaboraba cuidadosamente unos versos encaramado en una viga central; un soneto garabateado en la pizarra de mi alma; una metáfora que suena como un vallenato inconcluso de Hernando Marín en el silencio de mi sangre.
Los poetas, grandes o pequeños, son seres especiales. En ocasiones, sus vidas son una catástrofe, pero la poesía coloca orden en el caos y luz donde las sombras lo manchan todo. En mi caso, debo admitir mi predilección por los poetas de barra y amaneceres.
Los poetas consagrados en los medios intelectuales, lucen envanecidos y se limitan en muchos casos, a redactar poemas literariamente correctos, con un lenguaje impecable pero sin alma… Pura poesía de diccionarios y textos gramaticales. Estos poetas con obras publicadas y medianamente reconocidos, me producen mala espina: solo piensan en homenajes; son insidiosos, vanidosos, engreídos…
En cambio, los poetas de barra y amaneceres, todavía le cantan a la luna, o a los senos cimbreantes de una hembra de cantina. Van a su ritmo y la gloria les tiene sin cuidado. Sus poemas son trazados con la desesperación que baila en la punta de un bolígrafo barato al filo de una madrugada, y luego se marchan… a dormir la borrachera con una sombra suicida en las pupilas.
Quizá todos tenemos algo de poetas frustrados y tratamos de tutearnos con la poesía viva de la calle, el real escenario donde se escribe, segundo a segundo, el poema épico de la vida, ese poema sin texto, pero lleno de metáforas incomparables.
Siento que hay poetas a tutiplén. Como anoté, yo también quise serlo… poeta maldito… y una madrugada, convencido de que tenía más de maldito que de poeta, le regalé mis versos a una damisela de ignominiosa taberna, sorprendente admiradora de Verlaine y de Rimbaud… ¡Por fortuna!... De haber seguido en ese cuento, quizá hoy sería un ‘lameculista’, o un lánguido poeta de casas de cultura…
Los poetas, grandes o pequeños, son seres especiales. En ocasiones, sus vidas son una catástrofe, pero la poesía coloca orden en el caos y luz donde las sombras lo manchan todo. En mi caso, debo admitir mi predilección por los poetas de barra y amaneceres.
Los poetas consagrados en los medios intelectuales, lucen envanecidos y se limitan en muchos casos, a redactar poemas literariamente correctos, con un lenguaje impecable pero sin alma… Pura poesía de diccionarios y textos gramaticales. Estos poetas con obras publicadas y medianamente reconocidos, me producen mala espina: solo piensan en homenajes; son insidiosos, vanidosos, engreídos…
En cambio, los poetas de barra y amaneceres, todavía le cantan a la luna, o a los senos cimbreantes de una hembra de cantina. Van a su ritmo y la gloria les tiene sin cuidado. Sus poemas son trazados con la desesperación que baila en la punta de un bolígrafo barato al filo de una madrugada, y luego se marchan… a dormir la borrachera con una sombra suicida en las pupilas.
Quizá todos tenemos algo de poetas frustrados y tratamos de tutearnos con la poesía viva de la calle, el real escenario donde se escribe, segundo a segundo, el poema épico de la vida, ese poema sin texto, pero lleno de metáforas incomparables.
Siento que hay poetas a tutiplén. Como anoté, yo también quise serlo… poeta maldito… y una madrugada, convencido de que tenía más de maldito que de poeta, le regalé mis versos a una damisela de ignominiosa taberna, sorprendente admiradora de Verlaine y de Rimbaud… ¡Por fortuna!... De haber seguido en ese cuento, quizá hoy sería un ‘lameculista’, o un lánguido poeta de casas de cultura…
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