María Dolores se vino de la Zona Bananera, trayendo en sus ojos las violetas de los amaneceres, y en sus cabellos, el aroma plural de su comarca: Hermosa, analfabeta y espontánea, como el agua que brota de la roca y baja de la Sierra.
Ahora el rostro moreno y temeroso de María Dolores, asoma entre las frutas que vende en un céntrico lugar de Santa Marta. El manto caluroso de la tarde desquiciada, llena su anonimato de un infinito y enigmático resplandor. Piensa en la soledad de su terruño, que abandonó porque “un grupo de hombres malos, como langostas, llegaban, arrasaban con todo, nos maltrataban, nos amenazaban, mataban y se iban”, según su dolida expresión de impotencia y coraje.
Mientras habla, mueve curiosamente sus manos, como si estuviera a punto de encontrar en el aire el comienzo furtivo de la felicidad. La tragedia de esta negra entristecida, es la misma de miles de personas, que debieron dejar sus casas y parcelas porque estaban en medio de un fuego cruzado que no conocía de virtudes ni de bondades.
María Dolores abriga la esperanza de que hoy la Zona haya recuperado, aunque sea parcialmente, la tranquilidad que la caracterizó durante décadas. Cuando salió de su pueblo, por los cuatro costados se escuchaban las tenebrosas pausas de la sinfonía del demonio, mientras la soledad se posesionaba como nueva y absoluta propietaria.
Dicen que todavía, algunas caprichosas grietas de las centenarias piedras de la Zona, emiten voces de ultratumba como serpientes espantosas; en el polvo de sus pocas calles, viaja el recuerdo absurdo de lo siniestro. De la serranía proviene un asombroso silencio que grita, envuelto en el canto de aves agoreras, llegadas para aplicar pinceladas de terror y desolación.
Las lágrimas de María Dolores pierden su transparencia, al recordar que en su natal Iberia, su corazón se deshojaba en el pecho rústico y honrado de su enervado amante. Era un amor bonito, insinuado en las pupilas, como el lejano perfume incubado en la raíz de un rosal. Pero una noche de septiembre sacaron de la hamaca al hombre de María Dolores, y como en los corridos mejicanos, la brisa trajo noticias de dramáticos balazos que se llevaron también parte de la vida de esta negra esplendorosa pero entristecida.
Y según cuenta, en el umbral de su rancho desvencijado, se desplomó sobre sus propias lágrimas. “No tienen compasión… usted no sabe cómo es la soledad; él era todo para mí…”. Los ojos expresivos de esta morena comienzan a claudicar. Es evidente que una carga infinita de recuerdos llega hasta su alma y regresa convertida en lágrimas extrañamente hermosas: son lágrimas de rabia y amor, sinceras y puras, como la brisa de la nevada. “No sé porque pelean… pero mataron a mi marido.”
Así es. Mujeres como ella pagan los platos que rompen los estamentos de una sociedad que se volvió indolente, abiertamente injusta y desequilibrada. Es prioritario construir y consolidar unas normas básicas de convivencia, que nos comprometan a todos, y sin las cuales no habrá instituciones democráticas ni Estado de derecho.
Cada día crece la necesidad de ejercitar una cultura de paz definida por el desarrollo de la tolerancia, la cooperación y la participación en todos los niveles: la gestión de la práctica democrática y nuevas formas de comunicación. Dios permita que la soledad de Iberia, el pueblito de María, no se repita. Dicen que por allá, hasta la luna se escondió para siempre…
Ahora el rostro moreno y temeroso de María Dolores, asoma entre las frutas que vende en un céntrico lugar de Santa Marta. El manto caluroso de la tarde desquiciada, llena su anonimato de un infinito y enigmático resplandor. Piensa en la soledad de su terruño, que abandonó porque “un grupo de hombres malos, como langostas, llegaban, arrasaban con todo, nos maltrataban, nos amenazaban, mataban y se iban”, según su dolida expresión de impotencia y coraje.
Mientras habla, mueve curiosamente sus manos, como si estuviera a punto de encontrar en el aire el comienzo furtivo de la felicidad. La tragedia de esta negra entristecida, es la misma de miles de personas, que debieron dejar sus casas y parcelas porque estaban en medio de un fuego cruzado que no conocía de virtudes ni de bondades.
María Dolores abriga la esperanza de que hoy la Zona haya recuperado, aunque sea parcialmente, la tranquilidad que la caracterizó durante décadas. Cuando salió de su pueblo, por los cuatro costados se escuchaban las tenebrosas pausas de la sinfonía del demonio, mientras la soledad se posesionaba como nueva y absoluta propietaria.
Dicen que todavía, algunas caprichosas grietas de las centenarias piedras de la Zona, emiten voces de ultratumba como serpientes espantosas; en el polvo de sus pocas calles, viaja el recuerdo absurdo de lo siniestro. De la serranía proviene un asombroso silencio que grita, envuelto en el canto de aves agoreras, llegadas para aplicar pinceladas de terror y desolación.
Las lágrimas de María Dolores pierden su transparencia, al recordar que en su natal Iberia, su corazón se deshojaba en el pecho rústico y honrado de su enervado amante. Era un amor bonito, insinuado en las pupilas, como el lejano perfume incubado en la raíz de un rosal. Pero una noche de septiembre sacaron de la hamaca al hombre de María Dolores, y como en los corridos mejicanos, la brisa trajo noticias de dramáticos balazos que se llevaron también parte de la vida de esta negra esplendorosa pero entristecida.
Y según cuenta, en el umbral de su rancho desvencijado, se desplomó sobre sus propias lágrimas. “No tienen compasión… usted no sabe cómo es la soledad; él era todo para mí…”. Los ojos expresivos de esta morena comienzan a claudicar. Es evidente que una carga infinita de recuerdos llega hasta su alma y regresa convertida en lágrimas extrañamente hermosas: son lágrimas de rabia y amor, sinceras y puras, como la brisa de la nevada. “No sé porque pelean… pero mataron a mi marido.”
Así es. Mujeres como ella pagan los platos que rompen los estamentos de una sociedad que se volvió indolente, abiertamente injusta y desequilibrada. Es prioritario construir y consolidar unas normas básicas de convivencia, que nos comprometan a todos, y sin las cuales no habrá instituciones democráticas ni Estado de derecho.
Cada día crece la necesidad de ejercitar una cultura de paz definida por el desarrollo de la tolerancia, la cooperación y la participación en todos los niveles: la gestión de la práctica democrática y nuevas formas de comunicación. Dios permita que la soledad de Iberia, el pueblito de María, no se repita. Dicen que por allá, hasta la luna se escondió para siempre…
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