El portugués y a veces comunista José Saramago, comenta que tánto nos cuesta la idea de que tenemos que morir, que siempre buscamos disculpas para los muertos. Es como si anticipadamente estuviésemos pidiendo que nos excusen cuando llegue la ocasión.
En este callejón sin salida al que me arrojó mi complicado cuadro de salud, he aprendido que debemos abrir el tiempo… desentrañarlo…ante el convencimiento, muchas veces, de que la muerte constituye una salida liberadora. Frente a tan hermosa y terrible seducción de los abismos, es confortable voltear la cabeza y descubrir un imaginario pasillo por el que veamos transitar a aquellas personas que de una u otra forma, sin saberlo o sabiéndolo, con su poderoso influjo hayan tenido que ver en el desarrollo de nuestras vidas.
Y cuando descubrimos uno de esos rostros, pensamos con Horacio: “Cada día es el último que para ti alumbra, y agradecerás el amanecer que ya no esperabas”. En mi amplio pasillo imaginario, cada vez que me asomo, aparece en primer plano la imagen de la periodista Lyda Peñalver, y voy a contar porqué.
Corrían los días de 1977. A la sazón, me desempeñaba como funcionario de la Secretaría de Agricultura del Magdalena. Mi vida transcurría entre la bohemia que nació conmigo un día de Santa Cecilia; mis funciones técnicas en la Granja Departamental, y las insalvables cantaletas de Muñe… por cualquier pendejada… por cualquier cosita…por nada…
Ahora siento que el dichoso momento en que Lyda Peñalver apareció en mi vida, representa la suma de varias circunstancias mágicamente dispuestas, para tener en el tiempo y el espacio consecuencias para mí, absolutamente afortunadas.
No era de día ni era de noche. Yo caminaba por la Avenida del Libertador, y ante el llamado de un amigo, debí cruzar la calzada, integrándome, ipso facto, a una reunión de alumnos y profesores de Comunicación Social. No obstante residir sólo a cuadra y media de ésta Facultad, desconocía que allí funcionaras tal institución. Y así quedé en medio de una improvisada tertulia, que pronto creció, en la que se habló de folclor, política, deporte, putería, cacho y religión…
Jamás sabré de dónde brotó la imagen gitana y bohemia de una mujer, que sin preámbulo me espetó: “Oiga señor… yo soy Lyda Peñalver, periodista de Diario del Magdalena… Lo escuché hablar... ¿Le gustaría escribir para nosotros?"... y sin dejarme responder, añadió: "Lléveme los artículos al periódico… si no estoy, me los deja"… Y se largó con el autoritarismo que siempre le acompaña…
¿Escribir?... ¡Eche!... ¿escribir qué?... los parranderos no escribimos. Gritamos… lloramos… cantamos…pero no escribimos… era lo que yo pensaba en aquel momento… Y se fueron largando los días… admito que la insólita invitación me causaba inquietud, pero mi decisión se dilataba, quizá porque el inadecuado ritmo de mi vida por aquellos tiempos, me distraía engañosamente, al permitir que las madrugadas de domingo zarparan de mi corazón naves pletóricas de promesas y pecaminosos amoríos, en un derrotero de acordeones y cantos; en un incesante despojar de polleras almidonadas de deseos; en el ritual frenético y alcahuete del licor y el amor callejero…
Tan hedonistas circunstancias aplazaban mi aceptación al desafío lanzado por Lyda Peñalver, por cierto, un nombre para mi, encantador, por su sonoridad, exclusividad y fonología, como si hubiese sido creado por Delia Fiallo para asignárselo a una protagonista de sus historias.
Y por fin, una tarde de viernes, un acontecimiento fúnebre llamó mi atención. Papel y lápiz. Así nació Clepsidra, columna que durante varios años se mantuvo en la sección editorial de Hoy Diario del Magdalena. Un tanto incrédulo, envié el artículo y le fue guardado a Lyda en recepción. Dos días después, aparecía publicada “La última lágrima”, primera versión de Clepsidra. ¿No es una locura que sin haberme visto antes, sin saber de mí, y por encima de cualquier prejuicio, Lyda me hubiese invitado a escribir para su medio?... ¿No es una locura que yo, sin ninguna experiencia en tal sentido, hubiese aceptado el sorprendente requerimiento?
Y locura mayor, que dos semanas después, formara parte de la plantilla de Diario del Magdalena… y todo por la locura inicial de Lyda Peñalver. Frente a mi difícil condición de salud, creo que escribir, -aunque mal- le da sentido a mi vida. Escribir es la única opción para derrotar la languidez de mis horas, la intensidad de mis episodios depresivos. Resulta difícil encontrar otro oficio donde la subjetividad alcance expresiones tan extremas como en el acto de escribir.
Escribo para no morir de aburrimiento, o para no cometer un asesinato. Es una especie de bendita maldición que me permite seguir contemplando el ineludible paso de los días. Escribo para no morir del todo; para hacerle una trampa a la muerte; para esconderme de Muñe y su litúrgica vigilancia. Por cierto, meses atrás, en el Seguro Social me encontré con Lyda. Y con su típica amabilidad, me saludó con alborozo: “Hola Corma… ¿qué hay de tu vida?”... ¿Vida?... Como si yo tuviera de eso…
En este callejón sin salida al que me arrojó mi complicado cuadro de salud, he aprendido que debemos abrir el tiempo… desentrañarlo…ante el convencimiento, muchas veces, de que la muerte constituye una salida liberadora. Frente a tan hermosa y terrible seducción de los abismos, es confortable voltear la cabeza y descubrir un imaginario pasillo por el que veamos transitar a aquellas personas que de una u otra forma, sin saberlo o sabiéndolo, con su poderoso influjo hayan tenido que ver en el desarrollo de nuestras vidas.
Y cuando descubrimos uno de esos rostros, pensamos con Horacio: “Cada día es el último que para ti alumbra, y agradecerás el amanecer que ya no esperabas”. En mi amplio pasillo imaginario, cada vez que me asomo, aparece en primer plano la imagen de la periodista Lyda Peñalver, y voy a contar porqué.
Corrían los días de 1977. A la sazón, me desempeñaba como funcionario de la Secretaría de Agricultura del Magdalena. Mi vida transcurría entre la bohemia que nació conmigo un día de Santa Cecilia; mis funciones técnicas en la Granja Departamental, y las insalvables cantaletas de Muñe… por cualquier pendejada… por cualquier cosita…por nada…
Ahora siento que el dichoso momento en que Lyda Peñalver apareció en mi vida, representa la suma de varias circunstancias mágicamente dispuestas, para tener en el tiempo y el espacio consecuencias para mí, absolutamente afortunadas.
No era de día ni era de noche. Yo caminaba por la Avenida del Libertador, y ante el llamado de un amigo, debí cruzar la calzada, integrándome, ipso facto, a una reunión de alumnos y profesores de Comunicación Social. No obstante residir sólo a cuadra y media de ésta Facultad, desconocía que allí funcionaras tal institución. Y así quedé en medio de una improvisada tertulia, que pronto creció, en la que se habló de folclor, política, deporte, putería, cacho y religión…
Jamás sabré de dónde brotó la imagen gitana y bohemia de una mujer, que sin preámbulo me espetó: “Oiga señor… yo soy Lyda Peñalver, periodista de Diario del Magdalena… Lo escuché hablar... ¿Le gustaría escribir para nosotros?"... y sin dejarme responder, añadió: "Lléveme los artículos al periódico… si no estoy, me los deja"… Y se largó con el autoritarismo que siempre le acompaña…
¿Escribir?... ¡Eche!... ¿escribir qué?... los parranderos no escribimos. Gritamos… lloramos… cantamos…pero no escribimos… era lo que yo pensaba en aquel momento… Y se fueron largando los días… admito que la insólita invitación me causaba inquietud, pero mi decisión se dilataba, quizá porque el inadecuado ritmo de mi vida por aquellos tiempos, me distraía engañosamente, al permitir que las madrugadas de domingo zarparan de mi corazón naves pletóricas de promesas y pecaminosos amoríos, en un derrotero de acordeones y cantos; en un incesante despojar de polleras almidonadas de deseos; en el ritual frenético y alcahuete del licor y el amor callejero…
Tan hedonistas circunstancias aplazaban mi aceptación al desafío lanzado por Lyda Peñalver, por cierto, un nombre para mi, encantador, por su sonoridad, exclusividad y fonología, como si hubiese sido creado por Delia Fiallo para asignárselo a una protagonista de sus historias.
Y por fin, una tarde de viernes, un acontecimiento fúnebre llamó mi atención. Papel y lápiz. Así nació Clepsidra, columna que durante varios años se mantuvo en la sección editorial de Hoy Diario del Magdalena. Un tanto incrédulo, envié el artículo y le fue guardado a Lyda en recepción. Dos días después, aparecía publicada “La última lágrima”, primera versión de Clepsidra. ¿No es una locura que sin haberme visto antes, sin saber de mí, y por encima de cualquier prejuicio, Lyda me hubiese invitado a escribir para su medio?... ¿No es una locura que yo, sin ninguna experiencia en tal sentido, hubiese aceptado el sorprendente requerimiento?
Y locura mayor, que dos semanas después, formara parte de la plantilla de Diario del Magdalena… y todo por la locura inicial de Lyda Peñalver. Frente a mi difícil condición de salud, creo que escribir, -aunque mal- le da sentido a mi vida. Escribir es la única opción para derrotar la languidez de mis horas, la intensidad de mis episodios depresivos. Resulta difícil encontrar otro oficio donde la subjetividad alcance expresiones tan extremas como en el acto de escribir.
Escribo para no morir de aburrimiento, o para no cometer un asesinato. Es una especie de bendita maldición que me permite seguir contemplando el ineludible paso de los días. Escribo para no morir del todo; para hacerle una trampa a la muerte; para esconderme de Muñe y su litúrgica vigilancia. Por cierto, meses atrás, en el Seguro Social me encontré con Lyda. Y con su típica amabilidad, me saludó con alborozo: “Hola Corma… ¿qué hay de tu vida?”... ¿Vida?... Como si yo tuviera de eso…
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